Veintitrés años después, esa palabra (que en quechua significa “¡qué lindo!” y se usa para expresar admiración) es una forma de hacer las cosas e imaginar el mundo. Esta entidad sin ánimo de lucro ha hecho del compromiso un oficio. En Madrid, en el barrio de San Blas, trabajan con  colectivos en riesgo de exclusión social como la infancia, mujeres o familias desfavorecidas. Y, desde 2017, también con jóvenes con discapacidad intelectual, a través de Achalay Diversidad, el área que dirige Alberto Sánchez Alonso.

‘Juntos cambiamos el mundo’ es nuestra frase, parece muy manida y puede sonar romántica, pero nos la creemos a pies juntillas”, asegura el director de Achalay Diversidad. Conversamos con él tras recibir el Premio Fundación Triodos 2025, un reconocimiento que celebra proyectos comprometidos con el impacto social. 

Periodista. Achalay nació hace ya más de veinte años. ¿Cómo resumirías su evolución desde aquel inicio hasta hoy?

Retrato de alberto
Alberto Sánchez, director de Achalay Diversidad

Alberto Sánchez. Achalay se creó en 2002. Tiene una característica muy particular, una esencia muy familiar, porque así nació. Fue fundada por un grupo de amigos que hicieron un viaje a los Andes, entre Argentina y Perú. Se enamoraron de la zona y vieron la necesidad de poner en marcha proyectos de cooperación allí. Así empezó Achalay.

Pocos años después, entendieron que también hacía falta actuar aquí, en España, particularmente en Madrid en el barrio de San Blas. Es donde nace la parte de Achalay Acción Social, que ayuda desde hace veinte años a familias y menores en riesgo de exclusión por motivos de pobreza.

En ese crecimiento tan familiar aparecimos en 2017 un grupo de profesionales del ámbito de la educación especial —entre ellos yo— con la idea de crear una formación para jóvenes con discapacidad intelectual. Coincidieron varias cosas. Por un lado el deseo de crecer como entidad, de atender también a otros colectivos vulnerables, y el hecho de que el presidente de Achalay acababa de tener una hija con síndrome de Down. Todo eso nos llevó a dividir la asociación en dos grandes áreas: Acción Social y Achalay Diversidad, que es la que dirijo y que se dedica especialmente a la formación de jóvenes con discapacidad intelectual.

P. ¿Qué hace diferente a Achalay de otras organizaciones que trabajan con colectivos vulnerables?

R. Sobre todo, que no hemos perdido nuestra esencia familiar. Han pasado 23 años y seguimos siendo una asociación donde cada persona importa. Yo he trabajado en otras entidades y, cuando crecen, a veces se pierde el contacto cercano con las familias. En Achalay eso no ha ocurrido. Tenemos ese trato individual, personal, humano. No lo hemos perdido. 

P. ¿Cuáles son los valores que definen esa identidad y cómo los mantenéis en el día a día?

R. En Achalay Diversidad trabajamos desde el inicio con un bagaje profesional importante —yo llevaba 15 años de experiencia, mis compañeros otros tantos—, pero sobre todo llevábamos tiempo en modo escucha con la juventud y a sus familias. Escuchábamos qué necesitaban realmente.

Creo que ahí está la clave, en hablar el mismo idioma. Nuestros proyectos son una respuesta directa a las demandas que hemos escuchado desde hace dos décadas. Cuando entiendes a las familias, cuando hablas su lenguaje, la relación se mantiene viva.

Nuestros estudiantes están con nosotros dos años, pero seguimos en contacto con todos y todas. Organizamos encuentros de antiguos alumnos cada año, y seguimos mandándoles ofertas de trabajo o formaciones. Incluso hemos conseguido empleos puntuales para exalumnado que había terminado hace cinco años. Esa continuidad es parte de nuestra forma de entender la relación con ellos.

P. El programa formativo central de Achalay Diversidad es el Diploma Liceo. ¿En qué consiste exactamente?

retrato estudiante
Estudiante del Diploma LIceo

R. El Diploma Liceo es nuestra formación estrella. Es un título propio de la Universidad Complutense de Madrid, algo que no fue nada fácil de conseguir. Nuestros estudiantes asisten de lunes a viernes, de nueve y media a dos, y por las tardes ofrecemos talleres complementarios —de teatro o de baile entre otros— para  vincular a las familias y ofrecer un espacio más lúdico y participativo.

Lo diseñamos en 2017, después de escuchar a muchas familias y jóvenes con discapacidad intelectual que nos decían que había muy poca oferta formativa y que la mayoría de programas eran de auxilio administrativo. Que está bien, claro, pero no todos querían dedicarse a eso. Muchos estudiaban algo que no les interesaba para luego trabajar o en algo que tampoco les gustaba.

Así que decidimos cambiar el enfoque. Apostamos por la vocación, no solo por la empleabilidad inmediata. Empezamos preguntándoles: “¿Qué te gustaría estudiar?”. Nos inspiramos en el modelo universitario que ofrece especialidades según los intereses de cada uno. Y arrancamos con dos: 'Cuidado de animales' e 'Imagen y sonido'.

Después añadimos 'Atención social y salud'. Buscamos abrir nuevos nichos laborales, especialmente para un colectivo que tiene más de un 80 % de paro. Creemos que la mejor forma de reducir ese desempleo es ofrecer una formación previa de calidad, que capacite para ámbitos profesionales todavía poco explorados.

P. ¿Qué impacto habéis observado en estos años entre los jóvenes que pasan por el programa?

R. Hacemos encuestas de satisfacción todos los años, tanto a los estudiantes como a las familias, para no perder la perspectiva. Casi todos coinciden en algo: notan un cambio de madurez en los chicos y chicas.

Y es que estar en la universidad marca la diferencia. Para la juventud con discapacidad intelectual, compartir espacio y tiempo con otros estudiantes sin discapacidad tiene un efecto muy positivo. Les hace sentirse parte, tener más autonomía.

Recuerdo una anécdota preciosa. En la graduación de hace dos años, una madre contaba emocionada que su hijo, con discapacidad intelectual, era la primera persona de su familia en ir a la universidad y terminarla. Eso resume todo.

También hemos incorporado prácticas formativas en el segundo año. Los estudiantes hacen prácticas según su especialidad. Si han elegido cuidar animales, trabajan con animales. Y esto genera un cambio importante, porque hay muchos centros que no conocían la discapacidad intelectual y que, gracias a estas prácticas, están descubriendo el enorme potencial de estas personas.

Nos hace soñar con un futuro donde existan más oportunidades laborales reales y sostenibles, también frente a retos como la inteligencia artificial. Por eso nos enfocamos en  sectores más humanos —atención social, salud, cuidado de animales— que no van a ser sustituidos por una máquina.

P. ¿Cuáles dirías que son hoy las principales barreras para la inclusión?

R. Diría que la mayor barrera es económica. La formación no está subvencionada. Somos un recurso privado porque no hay ayudas públicas suficientes. Eso sí, fieles a nuestro origen, en Achalay nunca dejamos a nadie fuera por falta de recursos. Tenemos un sistema propio de becas privadas para que ningún estudiante se quede sin estudiar por motivos económicos.

Y otra gran barrera es el desconocimiento. Hay mucho miedo a la hora de contratar a una persona con discapacidad intelectual, muchas dudas. A veces nos preguntan incluso si pueden tener una crisis… y nosotros respondemos con humor, pero también con pedagogía. Nos lo tomamos como una responsabilidad. Es prioritario sensibilizar, acercar la discapacidad intelectual a la sociedad, a las empresas, a quienes aún no la conocen.

P. ¿Cómo imaginas la educación inclusiva dentro de diez años?

R. Me la imagino con Achalay liderando la educación inclusiva [ríe]. Ahora en serio, soy optimista.

En la Comunidad de Madrid ya están surgiendo más formaciones inclusivas en universidades públicas. Desde el tejido social estamos haciendo un trabajo importante. Y lo más bonito es ver que nuestros estudiantes comparten espacio y tiempo con otros jóvenes que serán los profesionales del futuro.

Dentro de diez años, muchos de ellos recordarán haber convivido con personas con discapacidad intelectual. Eso hará que en sus ámbitos laborales y vitales ya no lo vean como algo extraño. La inclusión se normalizará. Y ese será nuestro mayor logro.

P. En vuestro manifiesto decís: “Nos pasan cosas alucinantes”. ¿Podrías contarnos alguna?

R. ¡Muchas! [ríe]. Llevamos ocho años en Achalay Diversidad y no paramos de vivir cosas alucinantes.

foto de grupo
Grupo de jóvenes que participan en el Programa Liceo promovido por Achalay

Recuerdo, por ejemplo, cómo empezamos en la Facultad de Educación. Hablamos con muchas universidades y centros de formación, sin respuesta. Llegamos a alquilar un piso en Pinar del Rey para empezar allí. Y justo al día siguiente de haber dicho que sí al piso, nos llamó la Facultad de Educación para decirnos que tenían dos aulas libres para nosotros. Al día siguiente estábamos allí. Eso fue una señal.

Después, lograr que nuestro programa se convirtiera en título propio fue otro hito. Pero, sobre todo, lo más emocionante son las historias que nos cuentan las familias. Alumnado antiguo que, años después, recuerda Achalay con cariño, agradeciendo el cambio que supuso en sus vidas. Eso nos marca profundamente.

P. Acabáis de recibir el Premio Fundación Triodos. ¿Qué ha supuesto para vosotros este reconocimiento?

R. Para nosotros ha sido muy importante. Primero, porque refuerza nuestra sostenibilidad, que es un reto constante, ya que invertimos mucho en recursos humanos para garantizar una formación de calidad.

Pero sobre todo, porque nos ha hecho sentir el cariño de la gente. Cuando piensas en el alcance de una votación popular, dices: " si solo tenemos 64 estudiantes y 64 familias".  Pero en realidad nuestro impacto incluye a todos los que han pasado por aquí en los últimos ocho años, más las entidades sociales con las que colaboramos.

Cada año organizamos unas jornadas de recursos formativos para personas con discapacidad intelectual, donde participan prácticamente todos los proyectos de la Comunidad de Madrid. Lo hacemos de forma altruista y transparente, y eso se percibe. Sentir ese apoyo, ese reconocimiento colectivo, es lo que más nos emociona.

P. Para terminar: ¿qué te gustaría que pensara la gente cuando escucha la palabra “Achalay”?

R. Me gustaría que, al escucharla, dijeran automáticamente: “Juntos cambiamos el mundo”. Es nuestra frase, parece muy manida y puede sonar romántica, pero nos la creemos a pies juntillas. Eso es Achalay.